Investigador con estudios en sociología, geografía y gobernanza ambiental.
Actualmente cursa su doctorado en antropología en la Universidad de Humboldt de Berlín.
Desde el surgimiento de los estudios sobre riesgo y desastres ha habido una tendencia casi intrínseca de dotar eventos catastróficos de una temporalidad lineal, progresiva, con un comienzo y final identificables. El más común de los modelos, propuesto posiblemente por primera vez por Samuel Henry Prince en 1920[1], es ya conocido: un desastre se compone de una etapa inicial, o la fase preparatoria, una fase intermedia, que es cuando el evento gatillante de la catástrofe ocurre, y una etapa final, definido como período de readecuación y reajuste. Con una que otra modificación conceptual, este modelo ha sido aplicado y replicado por infinitud de estudios y políticas, articulando a la institucionalidad a cargo de estos temas en torno a lo previsible, lo reactivo y la readecuación.
Sin duda, esta forma de clasificación temporal ha traído grandes beneficios para la gestión de estos eventos, permitiendo el desarrollo de planes y políticas focalizadas en cada una de estas etapas. Pero ¿es realmente posible delimitar y demarcar los límites de un desastre? ¿Es factible establecer el momento en que un desastre comienza y acaba?
Incluso eventos tan disruptivos, como el terremoto de 1970, pueden ser comprendidos como procesos que no inician – ni terminan – con el comienzo y el fin del movimiento de placas; ni siquiera, luego de la reconstrucción, con el supuesto regreso a la “normalidad” (¿les suena similar la frase?). Primero, un desastre es parametrizable, es decir, existe en los parámetros que permiten visibilizarlo, aun cuando los criterios que convierten a un desastre en tal a veces no sean tan claros. La lista de factores incluye cantidad de fallecidos, daños infraestructurales, inversión comprometida, suelos afectados. En definitiva, algún valor que pueda ser cuantificable y medible para la posterior evaluación de las pérdidas. Las reacciones mediáticas al fatídico evento del 31 de mayo dan cuenta de ello. Lo que inicialmente fue comunicado como un “En Lima Causó Pánico: Terremoto en el Norte”2 por los titulares del Comercio el 1 de junio, fue sucedido por un “Catástrofe en la Zona Norte: Hay Más de Mil Muertos”3, para dar paso a un “30 Mil son Nuestros Muertos”4. Un escenario que, en palabras de un coronel del ejército estadounidense, “sólo lo había visto en Hiroshima, después de la explosión de la bomba atómica”5. Del mismo modo que el Estado requiere de dicha cuantificación para movilizar ayuda inmediata y estimar los costos de la emergencia, la sociedad en su conjunto necesita de tales números para saber a qué nos estamos enfrentando. Esta abstracción no es en ningún caso antojadiza, pero, como mencionábamos inicialmente, distan de gozar de criterios definidos. ¿Cuándo un evento extremo pasa a ser considerado un desastre? ¿Cuál es el número de muertos, de edificaciones perdidas, de cultivos destruidos para poder entrar en dicha categoría?
Tales preguntas no pueden responderse sin un segundo componente fundamental: un desastre busca estar situado, aun cuando su localización muchas veces sea controversial. Digo “busca” porque la abstracción a la que responde un desastre6 tiene un correlato local, pero que 1) no está absolutamente consensuado y 2) no se agota en él. La territorialidad del desastre es difusa, tan difusa como los espacios que los recuerdan. Luego del sismo-alud que sepultó a la ciudad de Yungay, los antiguos yungaínos han hecho esfuerzos monumentales para preservar la intangibilidad del lugar en donde se encontraba la antigua ciudad. El campo santo ahí fundado busca recordar a las víctimas del fatídico evento, así como los vestigios de la antigua Yungay. Lo que ese espacio de memoria no abarca, sin embargo, es la enorme extensión territorial “previa” a la ciudad, en donde los más de 90 millones de kilómetros cúbicos hicieron desaparecer otros tantos pueblos, escasamente mencionados en la historia del evento. Localidades como Encayoc, Pochcoq, Llanca, Llanama Chico, Aira y Ongo sufrieron el mismo destino que Yungay. Sin embargo, la declaración de intangibilidad solo considerar a esta última, siendo, al parecer, el derecho a la memoria un privilegio que solo las zonas urbanas pueden tener. Por ello es que la parametrización del desastre no es suficiente para su existencia. Si su ocurrencia no se da en un lugar estratégico, con una población particular, un evento extremo no es más que un suceso anecdótico.
Y finalmente, un desastre es tanto actual como virtual. Con ello no busco hacer un contraste entre la ya agotada dicotomía mundo “real” y mundo “virtual”, mucho menos entre lo real y potencial. Un desastre es actual porque ocurre en un presente. Un tiempo que, de acuerdo a los relatos de sobrevivientes, pareciera nunca acabar. Los segundos que dura un terremoto se extienden en una duración agobiante, dando paso a lo que autores como Lisa Baraitser7 han denominado un tiempo suspendido. Ello explicaría que los sobrevivientes puedan narrar, con una exactitud asombrosa, las actividades que estaban realizando minutos antes del sismo y los sucesos ocurridos durante este, como si ese instante quedase para siempre detenido en el tiempo. Pero el desastre también es virtual, entendiendo esto como el presente que “ya ha pasado”, haciendo alusión a lo que autores como Herni Bergson8 comprende por memoria. Un desastre sigue existiendo en el recuerdo de sus sobrevivientes y afectados, sean estos humanos u otro tipo de actores, tales como edificios, plazas y calles. Al observar lugares como Huaraz con detalle, vemos que cada elemento de la ciudad nos evoca a ese momento de suspensión: la catedral aun no acabada que vino a reemplazar a su antecesora de estilo serrano. Las casas “costeñas”, como muchos antiguos huaracinos llaman con rechazo a las nuevas construcciones de ladrillos que reemplazaron a las antiguas viviendas de adobe. O la emblemática plaza de armas, otrora espacio donde se habrían reunido los sobrevivientes para buscar a sus seres queridos. Son lugares que mantienen vivo un pasado y que lo convierten en parte del territorio, evitando, así, que acabe.
Todo lo dicho en ningún caso busca hacer de una catástrofe un hecho relativo o, peor aún, catalogarlo como una mera “construcción social”. Un desastre como el de 1970 fue y sigue siendo real, tan real como el sinnúmero de víctimas que dejó a su paso y las consecuencias de toda índole que trajo para la región. Pero esa realidad de la catástrofe no es en ningún caso inequívoca ni consensuada. Su relato muchas veces invisibiliza lugares como Encayoc, Yanama Chico o las otras localidades además de Yungay sepultadas por el Huascarán. O no reconoce a los miles de campesinos que, producto de las pérdidas ocasionadas por el terremoto, se vieron obligados a migrar a las zonas bajas, en donde, muchas veces, fueron tratados injustamente de oportunistas y saqueadores. O los procesos históricos que llevaron a la precarización de las poblaciones andinas, aumentando sus niveles de vulnerabilidad frente a este tipo de eventos. Ni mucho menos considera los procesos de privatización y desregularización durante los 90 que llevaron al desmantelamiento casi absoluto del sistema de gestión de riesgo en la región.
Como bien diría Anthony Oliver-Smith9, el terremoto en Ancash ha sido un terremoto de 500 años. Un evento que sigue en la memoria material e intangible de la población, mas no en la memoria institucional. Esa fue, de cierta forma, la mayor victoria del desastre en su afán de permanencia.
Notas
1 Prince, Samuel Henry (1920). Catastrophe and Social Change, Based upon a Sociological Study of the Halifax Disaster. New York: Columbia University Press.
2 El Comercio (1970). “En Lima Causó Pánico: Terremoto en el Norte”. Edición de la mañana del 01 de junio de 1970, nro. 72060, p. 1.
3 El Comercio (1970). “Catástrofe en la Zona Norte: Hay Más de Mil Muertos”. Edición de la mañana del 02 de junio de 1970, nro. 72062, p. 1.
4 El Comercio (1970). “30 Mil son Nuestros Muertos”. Edición de la mañana del 03 de junio de 1970, nro. 72064, p. 1.
5 El Comercio (1970). “Un Aluvión Sepultó en Caraz a los Sobrevivientes del Terrible Sismo”. Edición de la mañana del 06 de junio de 1970, nro. 72070, p. 1.
6 Michael, Mike (2014). “Afterwards: On the Topologies and Temporalities of a Disaster”. The Sociological Review, 62: S1, p. 236–245.
7 Baraitser, Lisa (2017). Enduring Time. London: Bloomsbury Academic.
8 Bergson, Henri (2013). Materia y Memoria. Ensayo sobre la Relación del Cuerpo con el Espíritu. Buenos Aires: Cactus.
9 Oliver-Smith, Anthony (1999). “Peru’s Five-Hundred-Year Earthquake: Vulnerability in Historical Context”. En Oliver-Smith, Anthony y Hoffman, Susannah M. (eds.) The Angry Earth: Disaster in Anthropological Perspective. London: Routledge, pp. 74-88.
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