40 años, caminando a tu lado.
DISCLOSURE

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SIEMPRE HAY CAMINOS, TESTIMONIO DEL SISMO DEL 70

Macedonio Villafán Broncano

Lic. en Educación. Escritor

Docente – Facultad de Ciencias Sociales, Educación y Comunicación (Universidad Nacional Santiago Antúnez de Mayolo), Magíster en Literatura Peruana y Latinoamericana (Universidad Nacional Mayor de San Marcos), Doctorado en Literatura (Universidad Nacional Mayor de San Marcos).

El recuerdo me lleva a los episodios que me tocaron vivir desde el día del terremoto en Trujillo hasta llegar a mi pueblo, Taricá, en Huaraz, tres días después; a un recorrido jamás imaginado en que se agolparon toda clase de emociones y experiencias imborrables que afirmaron las líneas principales de mi vida.

Poco antes del sismo me encontraba en espera de momentos emocionantes para los que me había preparado con la debida anticipación. La cita era a partir de las tres de la tarde de ese domingo 31 de mayo. Para ello había adelantado mi viaje de Huaraz a Trujillo poco antes del inicio de clases. En Huaraz y peor en mi pueblo no podría haber experimentado esas emociones. Tenía que ver con la televisión que aún no había llegado a Huaraz. Con tres amigos de la Universidad Nacional de Trujillo, con los que compartíamos unos cuartuchos de estudiantes en la avenida España, cerca de Mansiche, nos fuimos a desayunar al comedor universitario y luego nos quedamos en el piso alto bien acomodados en unos sillones viejos y en primera fila frente al televisor. A las doce bajamos por turnos a almorzar para no perder los asientos porque la sala grande que llamábamos pomposamente el “casino universitario” empezó a llenarse desde las once de la mañana. A la una estaba totalmente atestado con los estudiantes, la mayoría de pie. Al fin se aproximaban los minutos para la hora esperada y ya llegaban las imágenes anunciando la gran inauguración del Mundial de Fútbol México 70. Éramos jóvenes, éramos futbolistas, éramos hinchas.

Entonces comenzó a temblar la tierra, por los ruidos parecía que se desataban y quebraban los fierros de las columnas y las bóvedas; la mayoría salió despavorida por las escaleras; los dueños del viejo sillón permanecimos todavía sentados, no sea que nos quitaran nuestro lugar privilegiado; se cortó la luz y la pantalla del televisor se volvió un cadáver gris. Entonces salimos por las escaleras y nos paramos en medio de la calle. Estábamos en un barco que el mar torcía a voluntad inclinándola de un lado a otro. Algunas casonas de adobe explotaron por dentro y por fuera arrojando nubes de polvo.

Cuando terminó el sismo nos apresuramos a nuestros cuartos, temiendo que se hubieran venido al piso porque eran de adobe y techo de quincha enlucida de yeso. Los fragmentos desconchados cubrían nuestras camas. Las novelas del realismo europeo que me encargó el profesor Villaverde para repartir a mi grupo, y que me estaba aprovechando para leerlas todas, se habían caído al piso desde la pequeña repisa que las sostenían. Prendí la radio de pilas, ninguna emisora trujillana funcionaba por la falta de energía. Busqué ansioso alguna emisora de Lima hasta que a eso de las siete de la noche pude sintonizar “Radio Unión”. Daban cuenta de lo fuerte del sismo en Lima e indagaban por el epicentro. Ya no fuimos a cenar al comedor, presumimos que no habría cena porque las cocinas y equipos eran en su mayoría eléctricos. Cada uno se encerró en su cuarto, ellos eran piuranos. I. R., “Inucho”, un huaracino que estudiaba el último año de la universidad, se vino a mi cuarto y se echó en la cama de mi tío que aún seguía en Huaraz. Nos estábamos alumbrando con velas. A eso de las diez de la noche ya informaban que el epicentro había sido cerca de Casma; que las ciudades de la costa de Ancash estaban destruidas, nada reportaban de la sierra ancashina. I. R. estaba dolido del término de una larga relación con su enamorada de Huaraz y me hablaba de eso, yo le escuchaba de modo intermitente concentrado en las noticias.

En las primeras horas de la mañana del lunes 1° de junio comunicaron que el terremoto había causado una gran destrucción en los pueblos de la sierra ancashina. A las siete improvisamos algún desayuno con I. R. y luego me fui a preguntar a mi facultad sobre las clases; estaba en el cuarto año de mi carrera para ser docente de Lengua y Literatura. El portero estaba informando que por orden del rector las clases se suspendían por tres meses en vista de que varios locales de la universidad estaban dañados pues la mayoría eran de adobe. A eso de las nueve dieron más detalles acerca de la destrucción de los pueblos del Callejón de Huaylas y aún más, que un aluvión había sepultado la ciudad de Yungay. De inmediato decidimos viajar a Huaraz, más valía estar en nuestro pueblo, junto con nuestra familia. Nos pusimos nuestras zapatillas de deporte y apresurados llenamos solo chompas y casacas a nuestras mochilas.

A las diez de la mañana ya estábamos en la avenida Moche para salir en algún bus de ruta hacia Pativilca, un puerto en la panamericana de donde partiríamos a Huaraz con cualquier vehículo que pudiera levantarnos. La ruta era muy conocida para mí por los negocios que hacían mis padres hacia Paramonga y Barranca. No encontramos buses, solo autos que la gente competía en tomar. Nos levantó un auto transportador de periódicos, nos marcó la tarifa de Trujillo a Lima y se cobró por adelantado; subieron tres pasajeros más.

Fuente: El Comercio.

La ruta de Trujillo a Chimbote resultó lenta porque había que cabrear a cada paso las pistas cuarteada en zanjas de hasta medio metro y con desniveles que culebreaban con altos y bajos. En Virú probamos algún alimento en un restaurante que seguía atendiendo. I.R. seguía hablando del fin de su relación fingiendo contar la historia de dos enamorados que habían roto. Pasamos Chimbote por sus avenidas igualmente cuarteadas y gente afanada en rescatar cosas temerosas de maremotos, porque la tierra seguía temblando. A las cinco de la tarde llegamos a Casma. Literalmente estaba a ras del piso, incluso las casas de material noble. Otra vez sorteando pistas quebradas y gentes afanadas en rescatar cadáveres y cosas de los escombros el auto se detuvo en el grifo. Más allá estaba la entrada de la carretera a Huaraz, y vi allí un camión de carga al que subían varias personas. Mientras nuestro chofer hablaba algo con el grifero, corrí para preguntar si iba a Huaraz; reconocí al chofer, era Alejandro Manrique, don Alicho, que a veces nos trasladaba a Barranca y Paramonga en su camión “Mala noche”. Me dijo que no había podido entrar a Huaraz por Pativilca y por eso había optado por esta ruta. Esta misma noche llego a Huaraz, dijo muy seguro. Corrí de vuelta al auto para comunicar a mi compañero. Pedimos al chofer que nos devuelva algo del pasaje; pero no nos devolvió nada, ni siquiera por ser estudiantes. Corrimos y nos subimos al inmenso camión ya atestado de gente. Arrancó de inmediato y en pocos minutos ya avanzábamos por el desierto de Pampa Colorada rumbo a la sierra, pero en los cerros divisorios hacia Cachipampa nos demoramos retirando a cada paso las rocas que cubrían la carretera. Llegamos a Yaután, ya oscurecido.  También estaba arrasada y velaban a sus muertos en las calles. La luna ya se levantaba por las montañas del este como en un amanecer nocturno. Don Alicho detuvo el camión, se bajó y tanteó las calles para poder pasar; varios le acompañamos. Ninguna era transitable por los escombros y los velatorios, la mayoría de ancianos y de niños, como decían. Inconsolables lloraban los deudos. Vino a mi memoria un verso de Vallejo: “aquí se está llorando a mil pupilas”, de Los heraldos negros, que en nuestro círculo de estudios estábamos analizando a fondo. Pensé por primera vez que las casas de mi familia en Taricá estarían de pie. 

Fuente: El Comercio.

En el grupo de pasajeros todavía agrupados en torno al camión, se manifestó un alférez del ejército. Preguntó si todos iban a Huaraz, al recibir respuesta afirmativa dijo que lo mejor sería caminar organizados. Apuntó rápidamente una sección de mujeres y otra de varones, hizo un inventario mínimo de recursos: linternas y sogas. De los escombros de una tienda nos vendieron una linterna y pilas.  Ya eran las 9 de la noche. Don Alicho encargó su camión a alguien a cambio de un pago.  De inmediato comenzamos a caminar en tres filas con las mujeres adelante; pero las rocas y tierra deslizada a la carretera pronto desarmaron las columnas. En la oscuridad intentó rearmarlas el alférez, pero ya quedaban pocos y solo atinó a decir caminen en grupos pequeños. No volví a ver a don Alicho. Unos pasos después, también desapareció el militar. Por lo visto, hasta las mujeres eran buenas caminantes. Acompañados por los cantos de grillos y cigarras avanzamos por la carretera en la noche donde la luna peleaba con las nubes, prendiendo nuestra linterna solo en las partes de rocas y tierra deslizada. Ya como a la una de la madrugada alcanzamos a una señora sola que nos rogó que no la dejáramos, porque subida de peso le había sido imposible mantener el paso del grupo al que se había unido. La mujer solitaria me hizo recordar los cuentos de mis abuelos en que el demonio con apariencia de la mujer amada se aparece a tentar al hombre para luego rodarlo por los abismos y llevarse su alma. Felizmente no tenía ningún parecido a la chica por quien iban creciendo mis sentimientos.

Caminaba despacio y nos estaba retrasando. Llegado a la puerta de una casa en Coltao, tratamos de convencerla para que se quede y esperar el día para caminar con alguna familia que no avanzara muy rápido. Era caracina, empleada en Lima en un ministerio, iba a ver a sus padres ancianos, sus zapatos eran de ciudad; vestía chompa, blusa y falda, y llevaba un bolso. Nos rogó llorando que no la dejáramos, ofreció pagarnos. Señora, descansemos, le dijimos, porque también estábamos agotados. Apoyados en la pared de la casa nos quedamos dormidos. Cuando despertamos eran las tres de la mañana (del martes 2 de junio), la luna ya iba de caída a las montañas del oeste. Pariacoto aún estaba lejos. Caminamos despacio, cuando amaneció pudimos conocerla; era bonita la señora, y debió ser de muchacha aún más linda. Recién a las ocho con el sol ya radiante llegamos al pueblo; también destruido y con ataúdes bajo toldos improvisados en la intemperie con los restos de los velatorios y deudos con los ojos hinchados de tanto llanto. Allí sí que sacamos todos los argumentos posibles para persuadirla que no siga caminando: su peso, sus pies ampollados, su ropa citadina, la altura de la cordillera y porque pocos estarían dispuestos a acompañarla a su ritmo. Lo más conveniente era que se regresara de allí a Casma y luego a Lima; podría ir a ver a sus padres apenas rehabilitaran las carreteras. No aceptamos que nos pagara. Antes de partir nos aprovisionamos de tarros de leche y galletas que ella se apresuró a pagar. Se quedó llorando.

Partimos decididos a no descansar hasta alcanzar Chacchán al final de la quebrada cálida. I.R. había reiniciado su historia amorosa en retroceso a lo largo de cinco años; de todo el amor y la devoción para con ella, una vecina de su barrio en Huaraz. Poco más allá de Pariacoto unos campesinos nos advirtieron que no fuéramos por la ruta de la carretera porque más allá se había deslizado toda una montaña hasta dar con el río y que seguían rodando las piedras. Nos desviamos por las cumbres de las lomas desérticas y rocosas de donde podía espectarse las quebradas y cadenas de la Cordillera Negra. Caminamos bajo un sol inclemente lloviendo sudor de nuestros rostros; el sendero era claro, posiblemente caminos de pastores y ganados, o hasta quizá un ramal del Qapaq naani, el Camino de los Incas. Partimos con piedras filudas unos cactus anchos y bajitos para extraer su corazón dulcete y aguachento, porque vimos restos de otros cactus partidos. Más arriba alcanzamos una quebrada ancha, iniciamos la bajada hacia el fondo a retomar la carretera por la que otros ya seguían avanzando como hormiguitas. Cuando caminábamos nuevamente por el fondo de la quebrada sentimos un sismo. De una de las cumbres empezaron a rodar galgas; pensando que empujarían a otras rocas que llegarían hasta la base de la quebrada, corrimos desesperados para salvar nuestras vidas. Algo habría detenido las piedras porque finalmente ninguna llegó hasta la base. Alegres, nos dimos mutuas palmadas en la espalda. Terminó su historia de amor ya tranquilo como si recordando se hubiera sacudido de los recuerdos, y luego me preguntó, ¿y tú como andas de amores? Solo le dije que estaba consolidando una relación con una chica del barrio del Centenario que se estaba preparando para postular a la U. de Trujillo con la venia de sus padres. Era una antigua vecina de mis años de estudiante de colegio que fue creciendo y creciendo hermosa, muy amiga de mis primas Tinoco dispuestas a hacerme la buena hasta las últimas consecuencias, y que me la estaban cuidando, como decían ellas. Nuestras cartas iban y venían.  

A ritmo sostenido avanzamos y avanzamos hasta que llegamos a Cullashpunru. Quebrada cálida de frutales, ají y yuca.  Es un paradero de donde se va a Colcabamba. Allí mi amigo se detiene y me dice, mi familia es de Colcabamba, pero vivimos tiempo ya en Huaraz. Paremos un ratito; voy hacia ese altillo a preguntar a unos campesinos conocidos si mis padres han pasado a mi pueblo porque ya viene la cosecha de granos, si no han pasado están en Huaraz. Pasa el puentecito, se aleja por el camino de subida y desaparece a lo lejos por un bosque de paltos. Después de un buen rato reaparece y me grita: ¡Macedonio, mi padre está acá con las piernas rotas por las galgas, me quedo, tú sigue…! Termina de gritar y desaparece.

Sigo sentado en la piedra que escogí para esperarlo. ¿Solo? Mi mente flota en una balanza incierta; mi pensamiento es una brújula detenida por unos instantes. ¿Solo? ¿Abandonado sin padre ni madre ni nadie? Me susurra Vallejo de algún espacio: “labrado en orfandad”. Respiro fuerte. Invoco: madre, padre, abuelos vivos y muertos, acudan a mí como cuando era un niño temeroso de la noche para ampararme en su oqllo, en su regazo. Pareciera que mis neuronas adormecidas recomenzaran a funcionar lentamente. Ahora ya pienso. ¿Qué harás ahora? ¿Corro hacia adelante para alcanzar a algún grupo que me aventaja? ¿Espero al siguiente grupo para juntarme a ellos? Los de adelante deben estar lejos, porque ni con nuestro ritmo de jóvenes les hemos alcanzado. Entonces debo esperar a los que vienen. Miro la lejanía de bajada; es posible ver la carretera por retazos hasta tres o más cuadras. Ni un alma. Pasan diez, veinte, treinta minutos. Al fin aparece algo que se mueve no distingo si persona o animal, porque no es un grupo. Avanza y avanza. Es una persona. Viene solo. Espero que aparezcan los de su grupo, pero nadie atrás. Es un caminante solitario. Lo abordaré y será mi nuevo compañero. A los cien metros puedo notar ya que es un joven como yo, será fácil abordarlo. Cincuenta metros… ¡Es Jorge Jurado Polo!, familiar nuestro de Yúngar, hijo de una sobrina de mi abuela yungarina Ersilia Benites Polo, la tía Genoveva Polo, “Genucha”. También me reconoce y me sonríe. ¡Jorge! ¡Macedonio! Nos damos un gran abrazo. Habíamos estudiado en Huaraz, habíamos estado en reuniones familiares, habíamos jugado fútbol muchas veces. Ahora vivía en Lima con su hermano César, que le ayuda con los estudios. Me dice que como desconocía la ruta, se unió a un grupo de hombres y mujeres, pero como avanzaban muy lentamente tuvo que dejarlos. Pero venía con muchos temores. Y yo le digo que el amigo con quien venía se ha quedado allá con su padre herido.  Ahora somos dos contra el mundo, comentamos.

Luego de un descanso para él, partimos. Conversando de todo y contándonos nuestras vidas en Trujillo y Lima nos comíamos los kilómetros y a las cinco llegamos a Chacchán. Una especie de punto divisorio entre la sierra andina y la quebrada cálida. Una sola casa grande, quizá resto de una hacienda, es lo que hay allí. Funcionaba como restaurante de la ruta. Extrañamente la casa estaba de pie, sólo se habían caído sus tejas. Acaso por la solidez del suelo rocoso. Pedimos comida, pero todo se les había acabado. Consumimos gaseosas y galletas mientras pensábamos retomar nuestro camino. Otras personas ya descansaban con sus bultos y animales.

Para avanzar teníamos dos opciones. Seguir el curso de la carretera con desarrollos y zigzags de muchos kilómetros para ir hasta el fondo de la quebrada y luego volver a la misma montaña en cuya base estaba la casa de Chacchán. La otra, subir la montaña casi vertical por detrás de la casa hasta alcanzar la carretera. Como jóvenes que éramos elegimos esta ruta. Era casi una escalera de caminos diminutos para los pastores de ovejas y caprinos que puso a prueba nuestros músculos jóvenes; cada diez o quince minutos nos deteníamos para oxigenar nuestros pulmones y bajar el ritmo de nuestros corazones. Como a las seis y media alcanzamos la carretera. 

Mientras avanzábamos nos cayó la noche. La luna demoraba cubierta por las montañas; prendíamos la linterna por ratos para no agotar las pilas. Solo cerros hoscos y rocosos de pendiente pronunciada en esa parte por donde culebrea la carretera; sin chozas ni poblados. Hasta que ya con la luz de la luna llegamos a Casa Blanca a eso de las nueve de la noche muertos de cansancio. En el lugar junto a la carretera había efectivamente una casa blanqueada de yeso; acaso de algún mediano propietario. Estaba cerrada, tampoco se había caído, solo las tejas. Vimos al costado personas descansando en camas tendidas en el piso rodeado de animales grandes y pequeños amarrados en estacas. Nos sentamos al costado de ellos con la idea de dormir en esa posición. Notamos que era una familia; los que suponíamos eran los padres conversaban algo en quechua, mientras los otros de cuerpos más pequeños dormían. Sentimos nuevos movimientos. Escuchamos en la montaña del frente estruendos de rocas que caían hasta el fondo. Un viento frío empezaba a helar nuestros cuerpos. Me aventuré; hablando en quechua les dije a los de las voces de mayores si podríamos pegarnos un poco a las frazadas de sus hijos. Por qué no, dijo con voz muy amable. Son chiquitos mis hijos y las frazadas alcanzan. Métanse nomás (Imanir mana, allaw. Wamraakuna ichikllanllam, yaykukaykayaamuy). ¿También van a Huaraz?, dijo, mucha gente está pasando. Respondemos que sí. Nos acomodamos con los niños y nos quedamos secos; tanto que a las cuatro de la mañana ya habían terminado de alistar sus cargas y animales para seguir su camino. Nos despertaron con mucha amabilidad a las cinco para recoger las últimas mantas y frazadas. Les agradecimos y comenzamos a caminar pensando adelantarnos. Pero el campesino dijo en quechua, pobrecitos, están sin desayuno, sin fiambre; vivimos cerca, les serviremos algo y alistaremos su fiambre. Su esposa dijo lo mismo, recordándome la voz de mi madre. Había tanto corazón en sus palabras que sentí que no seguirles sería como un desprecio y una falta de respeto. Entonces nos acomedimos para arrear los animales, pero la marcha era lenta porque tenían hasta cerditos y ovejitas tiernas. Los niños fueron subidos a un asno. Luego nos contaron que habían bajado a recoger granos de sus chacritas de la parte baja.

Como a las seis de aquel 3 de junio escuchamos los gritos de ¡Perú, Perú! Unos niños con sus banderitas rojiblancas de papel aparecieron por un caminito desde la parte alta. Ahí nos enteramos que le habíamos derrotado a Bulgaria a pesar del dolor por los muertos con el equipo de Chumpitaz, Mifflin, Challe, Cubillas y compañía. Éramos jóvenes, futbolistas, hinchas. También apretamos los puños de alegría; quisimos gritar, pero nos callamos. Reconocí unas casas y chacras donde nos invitaron papas. Una vez, viajando a Huaraz con la Empresa “La soledad”, al advertir a eso de las tres que junto a una era de papas cosechadas un grupo de campesinos comían watya (papa asada en horno de tierra), el chofer detuvo el bus para decir al que parecía el dueño, Hapallayki mikuyaytsu, nuna. “No coman solos, hombre”. Este se apresuró con un mate de papas y ají para el chofer mientras otro con una canasta grande subió y nos repartió papas a todos los pasajeros. Me comí tres papas doradas con cáscara y todo. También recordé que mis abuelos por parte de mi madre, los Broncano Jesús venían desde Paltay hasta estos pueblos de las vertientes en las cosechas de mayo y junio para aprovisionarse de granos de altura vía trueque, según contaba mi madre. 

Demoramos bastante para llegar a la casa de nuestros amigos. Eran de Yupash, de la repartición hacia Pira y Cajamarquilla, pero su casa estaba más arriba, fuera de la carretera. Se adelantó el esposo y cuando llegamos estaba sacando papas de una chacra; también la esposa antes de bajar las cargas entró a su casa de donde comenzó a salir humo. Tampoco estaba dañada, solo las tejas caídas.  Ayudamos a descargar los burros, a bajar a los niños y a encaminar a los animales a sus corrales. Eran como las ocho. Nos sentamos en su patio, siempre preocupados por el tiempo. Como a la media hora la señora nos sirvió avena con machka de cebada, con su yapa. Mientras tanto se había cocinado la papa, la sirvió en unos mates con ají molido. Nosotros dijimos que nos llevaríamos de fiambre para ganar tiempo; pero el esposo dijo que para eso había aparte. Terminamos lo más rápido posible, y nos despedimos llenando una buena provisión de papas a nuestras mochilas. Todavía nos alcanzó potos de coca hervida para la altura. La señora dijo en quechua, Itsa paykunanawchi wamraakuna purikaayanqa. “Quizá como ellos estarán andando mis hijos”.  Nos despedimos agradecidos. Sus niños se abrazaron fuertemente a nuestros cuellos.

Ahora sí directo hasta nuestra tierra, dijimos. Pasamos el sitio llamado Diablu Ruri, “La quebrada del diablo” a paso ligero. Decían que nadie podría atravesarla de noche, que si los choferes iban solos igualmente veían cerdos de encanto o almas que levantaban el brazo para que pararan. De ahí dejamos la carretera y optamos por los caminos de herradura que son directos.

Ya arriba en Quiswar como a las diez, un anciano nos llamó hacía su casita; estaba alcanzando papa sancochada en mates en forma gratuita a los caminantes. Le agradecimos en quechua de todo corazón; y le dijimos que lo guardara para los que venían atrás que eran muchos. Entonces me alcanzó un puñadito de coca diciéndome que más arriba le regalara a la montaña para evitar la “veta”, el cansancio, o si no que la masticáramos. Ya en Tinco, el lugar de las últimas casas, nuevamente una anciana nos ofreció unas papitas menudas de colores, le aceptamos solo un matecito pequeño y le dijimos que ya nos habían regalado. Allaw wawakuna, hatun kamakuq tsaraykuy, invocó. “Pobres hijos, gran creador protégelos”, recordándome frases de mis abuelas cuando partíamos a otros pueblos. Continuamos la cuesta y preferimos masticar la coca del anciano; al fin sabíamos que nuestros abuelos habían sido chacchadores.

Ya avanzábamos por los caminos de herradura bordeados de ichu, hasta que una larga lomada que se iba aplanando me hizo presumir que estaba ya cerca Callán punta, la cumbre divisoria entre el Callejón de Huaylas y las vertientes occidentales de la Cordillera Negra por esa ruta. De pronto fueron apareciendo a nuestra vista las cumbres de los nevados de la Cordillera Blanca. Y luego se abrió todo el valle. Eran las doce. Al fin estábamos en nuestro mundo y sentimos que nuestra tierra nos acogía como una madre en sus brazos. Al fondo, lejos, Huaraz parecía cubierta por una especie de neblina. De Callán nos descolgamos llevados por el peso de nuestros cuerpos sin elegir ya ninguna senda. Los vientos que ascendían de nuestro valle daban aliento a nuestros pasos. Por ratos encontrábamos rutas y las tomábamos si apuntaban hacia Huaraz. Aprendí que siempre hay caminos.

Así, a paso rápido dejamos Urpay y pronto estuvimos en Los Olivos haciendo un alto para consumir nuestra papa con la leche de tarro que compartimos. Vimos Huaraz, cubierta por una nubosidad polvorienta, más que el característico rojo de los tejados se imponía el color de la tierra. Retomamos el camino y atravesamos el puente Calicanto sobre el río Santa. Pasamos la ciudad por el lado oeste, junto al estadio Rosas Pampa, sus murallas estaban en el piso; igual las casas de las avenidas junto a ellas, como si unas máquinas inmensas y sin control les hubieran pasado por encima y hecho un revoltijo de adobes, techos, maderos donde las personas no sabíamos si buscaban a sus familiares enterrados o rescataban sus cosas. Para direccionar hacia la salida norte de la ciudad, pasamos por Patay, la parte oeste del barrio del Centenario, con más terrenos agrícolas en ese tiempo. En el extremo opuesto vivía R, ya volvería a verla más adelante, para leerle la carta que le había escrito apenas llegado a Trujillo, confiaba que estaría bien porque su casa era de un piso y estaba rodeada de jardines y huertos. De allí nos faltaba 15 kilómetros de carretera hasta nuestros pueblos. Pasamos Monterrey, donde algunas casas estaban de pie. Otra vez pensé que mi casa estaría igual que las casas que se habían salvado. En Uchuyaco las casitas estaban igualmente a ras del piso. Cuando pasábamos Paltay, a casi un kilómetro de mi casa, apareció el que ahora es mi compadre Marcelino con su bicicleta. Me la dio, mientras avanzábamos conversando las peripecias de la caminata, Jorge avanzaba unos pasos adelante. En la partición a los pueblos de Jangas y Yúngar para atravesar el río Santa, lo divisé acelerando el paso hacia el puente; le había dicho que nos quedaríamos en mi casa. Le llamé solo para agitarle la mano y me respondió igual. Eran las seis de la tarde. En media hora estaría en Yúngar con su madre. No tenía sentido que se quedara.  

La casa de mis abuelos de dos pisos había perdido las paredes laterales y mostraba como dos ojos gigantescos y oscuros; nuestra casa y las de mis tías estaban en el suelo. Me acerqué hacia las mamás de mi familia, que sentadas bajo unos toldos estaban limpiando y acopiando las cosas salvadas. Me abrazaron con lágrimas en los ojos como no creyendo: ¡Allaw wawallay wawa! (“Pobre hijo mío”).  Me senté en un adobe y comencé a llorar. Mi madre, mis abuelas y mis tías me dejaron llorar largo, laaargo rato. No intentaron calmarme. Acaso pensaron que sería peor que esas lágrimas se quedaran inundando mi alma toda la vida y que mejor fueran expulsados hacia el viento. Ya calmado les dije que prepararan algo para auxiliar a los caminantes, que habíamos llegado gracias al apoyo de los campesinos de Yupash, Quiswar y Tinco con sus alimentos. Mi madre comenzó a alistar maíz blanco desde un costal; mis abuelas y tías a preparar un perol grande; trajeron agua y prendieron la leña en una tullpa ancha. Harían hervir mote durante toda la noche para obsequiar al día siguiente a los caminantes. Mi última hermanita se sentó en mi rodilla y comenzó a acariciarme el rostro y mis cabellos. Bajo la sombra protectora de mi familia terminé de recuperar mi ser.

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